Censura del humor y la crítica

Breve historia de la censura en el arte y la comunicación

©Enrique Martínez-Salanova Sánchez

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El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine


La incapacidad para asimilar la crítica jocosa


El autor desconocido denominado Pseudo-Jenofonte, en La república de los atenienses, 440 a 420 a.C. hace una observación, hablando de la democracia ateniense: «No permiten que el pueblo sea objeto de burla en la comedia ni que se hable mal de él para que no se tenga mal concepto de ellos». Tenemos muy claro, y en esta página hay bastantes muestras de ello, que el poder total en el gobierno, suele caer en censuras y persecuciones de los disidentes, y también de los críticos, humoristas y caricaturistas. Sin embargo, también hay suficientes datos para afirmar que cuando el poder pasa a manos del pueblo ya no está bien visto burlarse de él, puesto que la gente se dará por aludida y no tolerará ni una broma.

A veces no nos hace falta una autoridad dictatorial para ejercer la censura, y nos convertimos en censores de nuestros conciudadanos, por causs, en ocasiones, triviales. Lo podemos sufrir en las democracias, que masas de censores se convierten en perseguidores de ideas, opiniones y comportamientos.

 Cualquier opinión en las redes sociales se convierte en diana de millares de censores que se indignan, insultan, amenazan y, en ocasiones, atacan por el mero hecho de que no les gusta cierta opinión o crítica. A veces la opinión es sobre una novela, obra de arte, o una película. No hay límeires para la censura en las redes.

Lo peor de todo es que nuestra legislación ampara esta especie de sentido del ridículo hipertrofiado, como el artículo 525 del Código Penal que prohíbe «hacer escarnio de dogmas, creencias, ritos o ceremonias» de una confesión religiosa.


Hablo de la censura al humor


La primera vez que me vi en una comisaría de policía fue cuando estudiaba en Madrid, allá por 1964, a resultas de una viñeta para una Revista Cultural que hacíamos, imprimíamos a ciclostil y se difundía por los Colegios Mayores. A alguien no gustó uno de los chistes, y me citaron en la Comisaría de Policía de la Universidad. Quien me interrogó veía la caricatura de Franco en uno de los dibujos, ya ni me acuerdo el tema. La cosa no fue a mayores pero desde aquel momento tuve más cuidado. He sufrido tras ello varias veces la censura, el dibujo caricaturesco y humorístico suele ser peligroso para quien lo practica. He escrito miles de hojas en mi vida, y casi nunca se me ha tenido en cuenta. Sin embargo, los chistes dibujados tienen un atractivo especial para los malpensados, fanáticos, timoratos y meapilas, pues siempre ven lo que más les apetece y, si tienen poder, lo ejercen persiguiendo al dibujante.


La censura del humor y de la crítica


Sótades de Maronea, hacia el siglo III a. C. fue condenado, encerrado en una caja de plomo y echado al mar por escribir unos versos humorísticos sobre la vida sexual de Ptolomeo II. Desde la antigüedad hay gente, sobre todo poderosos, a quienes no les gustan las bromas. La sátira y la caricatura, desde siempre, y con mucha frecuencia, han sido prohibidas y los cómicos, humoristas, dibujantes y escritores satíricos, en muchos casos han caído en desgracia.

El emperador Septimio Severo cuando mandó ejecutar a varios senadores, según se recoge en Historia Augusta, unos por haber hecho algún chiste, otros por haberse callado, algunos por decir cosas de doble sentido como «he aquí un emperador que hace honor a su nombre, que es verdaderamente Pertinaz, verdaderamente Severo».

Alcibíades, estratega griego  (450-404 a.C.). fue ridiculizado en una obra titulada Baptae («Los que se zambullen»), por el comediógrafo Éupolis. El militar se vengó arrojándolo al mar.

La Inquisición también se cebó en Quevedo, denunciado por su «indecencia del discurrir, la libertad del satirizar, la impiedad del sentir, y la irreverencia del tratar las cosas soberanas y sagradas».

Ya se lo decía Guillermo de Baskerville, franciscano, al bibliotecario ciego en "El nombre de la rosa", de Umberto Eco. El bibliotecario afirmaba que la risa es síntoma de estupidez y que hay que evitarlos chistes como veneno de áspid, a lo que el sabio franciscano contestaba que la risa es signo de racionalidad, que sirve para confundir a los malvados y poner en evidencia su necedad

Autores como Voltaire y Diderot,  en el siglo XVIII, en plena Ilustración,  cuando la sátira llegó a su apogeo, alcanzaron gran renombre en Francia gracias a sus agudezas, y de vez en cuando algún encarcelamiento, paliza y quema pública de sus obras por parte de las autoridades.

Con la llegada al poder de Napoleón llegó también el cierre de las publicaciones satíricas francesas y fue precisamente un autor inglés, llamado James Gillray, el que lograría sacarlo de sus casillas con una parodia de su ceremonia de coronación. Le sentó realmente mal el dichoso dibujo, hasta el punto de prohibir la introducción de copias en el país y presentar una queja diplomática ante Londres. De hecho, unos años antes ya había intentado incluir una cláusula en el Tratado de Amiens para que los caricaturistas ingleses que lo retrataran fueran exiliados a Francia.

Una vez reinstaurada la monarquía, Luis Felipe I pasaría por un mal trago equivalente cuando otro caricaturista, Charles Philipon, lo retrató con forma de pera (que en francés significa también bobo) en una revista llamada precisamente La Caricature. Los ejemplares fueron secuestrados por las autoridades y el autor llevado a juicio, donde se justificó diciendo que a quien realmente debían detener es a todas las peras de Francia, por parecerse al rey. Pasaría en total dos años en la cárcel a cuenta del chiste. La aprobación de leyes que requerían nada menos que la aprobación previa de la persona caricaturizada hacían que esta práctica se volviera realmente complicada.

Tras la revolución soviética fue objeto de debate si las sátiras debían ser permitidas en el nuevo orden. Dado que el sistema era perfecto la función de denuncia de la sátira ya no debía tener sentido. El nuevo código penal calificó las sátiras y los chistes como propaganda antisoviética penada con el gulag.  Con la muerte de Stalin la situación mejoró, aunque ya en los años sesenta autores de sátiras como Valeri Tarsis fueron ingresados en centros psiquiátricos.

En la Alemania nazi, a partir de 1934 quedó prohibido difundir comentarios maliciosos, lo que incluía chistes contra el partido, el régimen o sus dirigentes.

 Es innegable la ampliación de la libertad para bromear de treinta años para acá. Aún después de la muerte de Franco se respiraba en España un clima de prohibición e intolerancia, cuando persistían figuras como la del fiscal de prensa, un censor en la práctica, y era común secuestrar números de revistas humorísticas. El episodio más negro de aquellos años fue el bombazo en la redacción de El Papus, reivindicado por el grupo ultra «Alianza Apostólica Anticomunista» como venganza por las mordaces historietas publicadas en la revista.

El humor es un extraordinario disolvente de fanatismos. La intransigencia es, antes que nada, intransigencia con los que se ríen de algo. Cabe recordar el atentado islamista de 2015 contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo, en el que doce personas fueron asesinadas por caricaturizar a Mahoma. Unos años antes, en 2006, un periódico danés publicó una serie de dibujos del profeta que desencadenaron una violenta ola de protestas en países árabes que se cobró diez muertos.

James Gillray

Charles Philipon

Vañery Tarsis





La Codorniz


El delirio y el ingenio que caracterizan a la prensa satírica son, en realidad, armas punzantes para atacar a los políticos. Pero si la guerra echó el cierre de muchas revistas, la censura aplacó a las que sobrevivieron. La Codorniz, con su modelo de humor desconcertante, absurdo y surrealista, fue la excepción, la única capaz de irritar y entusiasmar al tiempo en pleno franquismo.

Todo el humor español desde la década de 1940 hasta la de 1970 está en La Codorniz, 'la revista más audaz para el lector más inteligente', según decía su cabecera, fundada por Miguel Mihura en 1941 y luego dirigida por Álvaro de Laiglesia, que le dio su toque personal. Por ella pasaron autores como Mingote, Chumy Chúmez, Másximo, Gila, Perich, Forges o Azcona.

Eran los años en que la historieta española alcanzaba su mayor popularidad: 'El régimen esperaba que actuara como difusora de su ideología e imponía la censura, dejando márgenes muy estrictos a los autores', explica Mirta Núñez, profesora de Historia del Periodismo Español de la Universidad Complutense. Pero tanto en el tebeo humorístico, impulsado por las editoriales Brugera y Valenciana, como en las publicaciones satíricas, se escondía la crítica mordaz. Recurrían a los matices para que los censores no se dieran cuenta y, según el humorista Serafín, 'hay que reconocer que eran unos brutos'.

La Codorniz enseñó a perder el respeto, a alejarse de los tópicos y de las enseñanzas políticas o religiosas. Quería destruirlas a través de la trivialización. Llegó a tiradas de 80.000 ejemplares semanales, mientras que los extraordinarios mensuales superaban los 250.000.

La censura impidió que algunos números llegasen a los lectores: una crítica le costó cuatro meses de cierre. Pero si la censura le dio la vida, la censura se la quitó; en 1977, la revista cerró ante la falta de lectores: las nuevas generaciones preferían Hermano Lobo, Triunfo o Por favor. 'Triunfo salió al mercado en 1962 y Hermano Lobo, 10 años después. Fueron un ciclón: se convirtieron en las revistas de referencia del tardofranquismo. Eran símbolos de resistencia y cuna de escritores como Vázquez Montalbán, Fernando Savater, Francisco Umbral, Luis Carandell o Haro Tecglen, autores fundamentales durante la Transición'.

 


Bibliografía


Breve historia de la prohibición del humor. Javier Bilbao

Julio Rodríguez Puértolas (2008). Historia de la literatura fascista española I,  Akal, pág. 15

La Codorniz 1941-1978. 

El humor verbal y visual de La Codorniz José Antonio Llera. 

La Codorniz: Antología (1941-1978).