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La Hidalga del Valle

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

La Hidalga del Valle


 

  

A Doña Purita, profesora que era en su tiempo de literatura para niños y niñas y de labores y cocina para las niñas, se le ocurrió la feliz idea de que en la fiesta del colegio había que representar nada menos y nada más que «La Hidalga del Valle», auto sacramental en tres actos de Calderón de la Barca (Don Pedro). Se estuvo a punto aquel día de una sangrienta conflagración. 

Lo que nosotros queríamos representar era alguna obra cómica, o de nuestra cosecha, o por lo menos algo divertido. Sin embargo Doña Purita era muy suya para sus cosas y nos convenció enseguida de que lo que había que poner en escena era un auto sacramental. Los argumentos de Doña Purita eran de mayor peso que lo habitual, «porque los autores cómicos, como su nombre indica, eran muy poco serios», y las obras que nosotros intentábamos representar, bien sea porque indicaban superficialidad, como las de Arniches, Muñoz Seca, Leandro Fernández de Moratín o el mismísimo Jacinto Benavente, o porque eran para mayores, como El Tintero, de Carlos Muñíz, o el Don Juan Tenorio, de Zorrilla, no debían ni podían ser representados por gente de nuestra edad.

 Y por si alguno tenía la más mínima duda de su razón, ella misma, con su mismísima mano, sin temblarle ni un ápice el pulso, y sin que le remordiera la conciencia «ni así», pondría un cero en literatura a los insurrectos, un insuficiente en conducta a los que opinaran de manera diferente, y además hablaría con los padres o tutores de aquellos sobre los que incurriera la sospecha de estar en contra del parecer de la maestra. El parecer de la maestra era la verdad absoluta, lo indiscutible, el dogma.

Vistos los antecedentes, sin que nadie rechistara, y por supuesto dando las gracias a Doña Purita por su benevolencia, pusimos manos a la obra.

«La obra», nunca mejor dicho. Se eligieron los papeles, o lo que es lo mismo, los eligió Doña Purita con criterios muy personales, que aunque en sí pudieran ser discutibles para nuestra mentalidad de ahora, en aquellos tiempos eran claros y normales.

 Los principales papeles y personajes se adjudicaron a los primeros de la clase, que siempre coincidían con los de mejor memoria. Excepción, que confirma la regla el caso de Rosarito, que hacía de Virgen María y que aunque era la segunda empezando por atrás, tenía unos ojos preciosos y en la obra no tenía que decir ni pío. Rosarito aparecía en el auto, el sacramental, una sola vez, llena de relámpagos, de flores y de luces, y su papel era juntar las manos en posición de súplica y poner los ojos en blanco cada vez que alguien le decía algo mientras hacía como que miraba al Dios Todopoderoso que debía encontrarse en las alturas. Al finalizar su actuación, los tramoyistas la hacían desaparecer de escena entre nubes de incienso y fondo musical de Ave María de Schubert.

El apuntador lo hacía Agustín, que por ser pequeño era el que mejor cabía en el agujero de la concha. (1) 

Cuando todos habíamos aprendido de memoria nuestros respectivos papeles comenzaron los ensayos. A un pueblo de Barcelona en el que se representa todos los años la Pasión de Olesa (2), por mediación del padre de Ricardito, se encargaron los disfraces, cantidad de barbas y pelucas, túnicas para todas las tallas, sables y cimitarras, las alas de los ángeles y las espadas.

 El último día se realizó el ensayo general, que acabó bastante bien a pesar de que en una lucha a mandoble limpio que no estaba en la obra y que protagonizaron Manolín, que hacía de ángel, y Gabriel, el diablo, rompimos parte del escenario, dos bambalinas, la túnica azul celeste de Rosarito y una gran dosis de moral de Doña Purita.

 El día de la representación el salón de actos rebosaba de gente y expectativas. Había un verdadero llenazo de padres, madres, abuelas, maestros y profesores, autoridades y hasta un representante de la prensa local apodado «Ojete en la jeta», por lo de la máquina siempre en el ojo, preparada para lo impredecible. Nuestro debut prometía pasar a la posteridad, ya que todo el mundo esperaba un verdadero milagro: el prodigio de observar cómo los elementos más irresponsables del colegio, todo hay que decirlo, ponían en escena nada menos que a Calderón de la Barca (Don Pedro).

Se cuenta incluso, que algunos de los profesores cruzaron apuestas en las que en el fondo del asunto se encontraba el honor de Doña Purita y donde algunos arúspices de baja categoría auguraban una tragedia solo comparable con la de Edipo Rey.

Y se abrió el telón, y todo fue maravilloso hasta que a finales del primer acto Pepillo, que hacía de Santo Job lleno de barba y de peluca, le tenía que decir a Maripili, que vestida de pieles y encadenada hasta las cejas, encarnaba a la Humana Naturaleza:

 - SANTO JOB: «No te había conocido hasta que te vi arrastrando esas cadenas y grillos, Humana Naturaleza».

 Y ahí fue Troya, porque Maripili, aherrojada como estaba, llena de pieles como estaba, y monísima ella como estaba, respondió al Santo Job, es decir a Pepillo, con una voz que llenó el Salón de Actos hasta la fila veintinueve: «¿Es que no me conoces, Pepillo? ¡soy Maripili!».

 Doña Purita, entre bastidores, gritó: «¡Sales, sales!», y algunos se equivocaron de verbo, y aunque sabían que no tenían que salir, por obedecer a la maestra, en vez de llevarle las sales, salieron. Y se encontraron en escena Abraham, y el diablo Lucifer y la Virgen María-Rosarito sin que les tocara, es decir sin que tuvieran que salir ni que Agustín el apuntador les llamara.

 Allí se armó la tremenda, porque los de adentro salían y los de afuera entraban, y el apuntador seguía apuntando como si tal cosa, que para eso estaba. Los espectadores, sobre todo los de otros cursos, gritaban que daba gusto, mientras Don Honorato, desde la fila tres, intentaba controlar el espectáculo.

Todo fue en vano, pues a pesar de que Don Honorato con gestos de que «tranquilos, que aquí no pasa nada», indicaba con miradas asesinas, subliminalmente, que «ya nos veríamos las caras más tarde en clase de matemáticas», y a voces explicaba a nuestros padres, abuelas, autoridades y a él mismo, que éramos muy buenos aunque un poco revoltosos, y que todo se arreglaría con buena voluntad y paciencia.

La representación continuó porque el público lo pidió a gritos, y porque como buenos profesionales que éramos nos vimos en la necesidad de hacer caso a Don Honorato, que además envió a un emisario de segundo a decirnos que si la obra no continuaba nos veríamos en Siberia cortados en pedacitos.

Todo siguió como si nada hubiera ocurrido, salvo que a Agustín, el apuntador, con el embrollo, se le perdieron varias hojas del texto, y tanto el diablo como el Santo Job, Abraham, la Virgen María y la mayoría de los profetas, de los Tronos y de las Dominaciones, entraban y salían en escena como pedro por su casa, al compás del libreto de Agustín, al que de la misma forma y por los mismos motivos por los que había perdido los papeles, se le había traspapelado igualmente su papel en la obra y apuntaba como podía.

 Abraham, por poner un ejemplo, salió cojeando, porque la propia Doña Purita en su desmayo, se le privó sobre el pie derecho. Con este detalle y otros mil o dos mil más, el público en general se divirtió de lo lindo y se lo pasaron mejor que con una obra cómica.

La que cambió fue Doña Purita que en los años que siguieron, aunque todo el mundo le pedía que dirigiera otro Auto Sacramental, nunca accedió a ello, nadie sabe porqué, con lo bien que todo el mundo se lo pasó.



(1) Como se verá más adelante, el papel de un apuntador, a pesar de lo que crea la gente y algunos de los actuales entendidos en artes escénicas, es de primordial importancia para el buen -o mal- desarrollo de una obra teatral escolar. (N. del A.)

(2) El lector puede pensar que el cronista ha metido la pata, o no sabe de qué habla, o le quiere dar gato por liebre. Pues no: La pasión de Olesa, como todo el mundo sabe se representa en Olesa. Igual que la de Esparraguera se representa en Esparraguera y la de Olot en Olot. Pero eso el cronista, autor de estos recuerdos, no lo sabía entonces. En aquellos tiempos, la Pasión de Olesa se representaba en todos los pueblos de España por Semana Santa, igual fuera Olesa de Monserrat, que Villatrujillos de Abajo. (Nota hallada al margen en el manuscrito original, atribuida sin discusión por diversos autores al transcriptor undécimo primero).

 

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez