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Pispajo

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

Pispajo


Lo que mejor aprendimos en tantos años de colegios, escuelas y la gran variedad de instituciones escolares por las que ineludiblemente pasamos todos los de nuestra generación fue lo de ir, caminar, avanzar, marchar y desfilar uno detrás de otro. En filas perfectas, precisas, exactas, que parecían trazadas con tiralíneas, regla y cartabón. En filas de a dos, de a tres, de a cuatro o de sus respectivos múltiplos. También nos colocábamos en filas de a uno, la clásica fila india, no se si la asiática o la de Far West. 

Lo importante era estar delante de otro y detrás siempre de alguien, sin más horizontes que espaldas y otras anatomías. El único que estaba siempre el primero era Agustín, por ser el más bajito de la clase. Las líneas eran siempre rectas. Los ángulos perfectos. «¡A formar!», decía don Honorato, y era cuando nos poníamos en fila, brazo derecho en ángulo recto para medir la distancia con el vecino de adelante y brazo izquierdo en horizontal para marcar la distancia entre las filas. «¡Numerarse!», decía doña Purita. Como en la mili.

Así pasamos muchísimos años en fila, en hilera, en ángulo, en recta, colocados geométricamente, midiendo distancias, mirando al frente, sin chistar, sin que se notara el más leve movimiento en las disciplinadas cohortes.

 A toque de silbato, «el pito de don Honorato», que decía Rosarito, entrábamos en el aula. En formación de legión romana, marcando el paso, que a veces por el afán de incordiar a don Honorato, era a bota limpia, ruidoso, acompasado hasta doler los oídos, y don Honorato gritaba que «sin hacer ruido», y entonces se convertía en un arrastrar de pies insoportable, como de ruido de lija raspada y denterosa. Así llegábamos al aula, nosotros en estado de esperar lo que viniera, don Honorato al borde ya de la lipotimia. Con el ánimo preparado para comenzar con buenos auspicios una nueva jornada.

 A la entrada del aula se procedía a un nuevo ritual. Don Honorato sacaba su llave y abría la puerta. Mientras, todos esperábamos en formación absoluta hasta que se daba la orden de entrar. Primero Agustín, el más bajito, y tras él los demás por orden de estatura hasta llegar a los más grandes, los grandullones, que casi siempre eran los repetidores, los que más sabían de lo que fastidiaba con mayor impacto a don Honorato.

Un día sucedió lo inevitable. Siglos de aguante, de filas trazadas a regla y cartabón hicieron explosión una calurosa tarde de otoño cuando nadie, y menos don Honorato, podía predecir la tormenta que se avecinaba. Imaginaros la escena: Todos formados en silencio en la puerta de la clase. Don Honorato que saca su llave, abre la puerta, y como cada día durante lustros, décadas, siglos, millones de años, dice: «¡Entren!». Y fue en ese momento cuando se oyó una voz, una voz clandestina, desconocida, meliflua y aflautada, que resonó en el silencio del pasillo diciendo: «El primero que entre, pispajo». Lo de pispajo era un resumen de los peores insultos conocidos, que no significaba nada en particular pero que lo quería decir todo en general (1).

A partir de ese momento se desencadenaron los terribles sucesos que son base de este relato. Agustín, que no quería ser pispajo, no entró. A pesar de los requerimientos suaves primero, imperativos más tarde, amenazantes al final, de Don Honorato, nadie entró. Pasaron segundos que parecían terceros, por lo largos, lentos, pesados y eternos. Nadie se movió. Don Honorato bufó, transpiró, respiró, bizqueó, intentó serenarse mediante la meditación trascendental, dudó entre asesinarnos a todos o largarse voluntario a la legión extranjera, nos fulminó con la mirada, contó hasta cuarenta, y al fin pensó que para motín ya bastaba con el de la Bounthy, y con la cabeza muy alta se decidió a ser él el pispajo, el chivo expiatorio, no sin antes advertir que «se os caerá el pelo». Y cruzó el umbral como cuando María Antonieta subía al cadalso, con toda dignidad.

Fue entonces, en fracciones de segundo, cuando ocurrió lo peor. La misma voz de antes, la misma voz clandestina, desconocida, meliflua y aflautada que antes había dicho, «el primero que entre, pispajo», ahora dijo: «Pispajo el último».

 Y así fue cuando la Anábasis, la retirada de los Diez Mil de Jenofonte se quedó corta con los hechos igualmente históricos que sucedieron, pues la clase entera, es decir Agustín, Rosarito, Ricardito, Manolín, Gutiérrez, Maripili y los treinta y cinco restantes, los últimos los grandes, los grandullones, pasamos por encima de don Honorato como Hunos por Europa, logrando el resultado paradójico de que don Honorato fue doblemente pispajo. Pispajo por entrar el primero, y pispajo por entrar el último.


(1) En realidad. lo que la clase no sabía, es que el sabio y vetusto diccionario de la Lengua española, tiene recogido el vocablo pispajo, con varias acepciones.

pispajo.
1. m. Trapajo, pedazo roto de una tela o vestido.
2. Cosa despreciable, de poco valor.
3. En sent. despectivo., se aplica a personas desmedradas o pequeñas, especialmente niños.

(Nota del último transcriptor)