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A cada uno un canario

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

A cada uno un canario (ver nota 1)


Cuando Don Ramón, el boticario, encontró a su hija pequeña, Mariloli, subida en el tomo noveno de la Larousse Ilustrada, le dio un patatús surtido. No solamente hubo que llevarlo al dormitorio matrimonial, depositarlo suavemente en su lecho, introducirle entre pecho y espalda una infusión de tila y darle con la pomada de la madre Pilar masajes en los femorales, sino que además fue necesario convencerlo durante una semana de que la niña, Mariloli, lo había hecho con toda su buena intención.

El que a Don Ramón le diera el ataque no es nada extraño. Mariloli, aún con toda su buena intención, antes citada, no solamente había pisoteado uno de los exponentes máximos de la cultura occidental puesta en libro, sino que además, y lo que era más grave, el tomo noveno de la Larousse Ilustrada, ya nombrada, estaba colocado en equilibrio sumamente inestable sobre los ocho tomos restantes. Y por si fuera poco, la enciclopedia inestable Larousse se encontraba asentada sobre la mesa de la cocina. Mesa, por otra parte, que había que cuidar, por ser recién comprada y de estilo escandinavo, al igual que el resto del mobiliario. 

Debo explicarme un poco, para que se entienda la actuación de Mariloli, por rara que a primera vista parezca: Mariloli, lo que intentaba en su afán, por arriesgado que fuera, era alcanzar la jaula del canario flauta que Don Ramón en uno de sus viajes se había traído de las Baleares. Cierto es que emulando actuaciones circenses peligrosas, pero siempre con sana intención como se verá más tarde. Tampoco tenía culpa Mariloli, todo hay que decirlo, de que a Froilán, el gato, le apeteciese constantemente un sabroso bocado de canario flauta, que para los felinos debe ser un plato como para chuparse las uñas. Las perversas costumbres cinegéticas de Froilán, habían obligado a Don Ramón a colgar la jaula del canario en el lugar más inaccesible de la casa. 

Mariloli dio toda suerte de explicaciones a su padre, pero ya se sabe cómo son los padres, que no atienden a ningún tipo de razón. Y es que Don Ramón, por muchos argumentos que le daba Mariloli, no se convencía de que el canario balear, aunque flauta fuera, traído desde tan lejos y con tanto esfuerzo, tuviera que ir a parar a las manos de Doña Purita como regalo de Navidad. 

Hasta este momento no he tenido ocasión de contar que en aquellos tiempos, en las fiestas importantes, por Navidad, en los onomásticos de los maestros, y hasta en los aniversarios de boda, de bautizo e incluso en las defunciones, se regalaba a los maestros toda clase de obsequios: pollos, gorrinos, dos lechugas, agua de colonia, tres kilos de nueces, en fin lo que se terciara según las tradiciones y usanzas del lugar. Y los maestros se acostumbraron a los regalos y los esperaban convencidos de que tenían derecho a ello. Llegó un tiempo en que las dádivas, no se sabe si por la recesión o porque los mentores no se lo ganaban tanto, empezaron a escasear. En el sentir de los profesores estaba el que habían degenerado las ventajosas costumbres ancestrales. Lo cierto es que se limitaron en demasía el número de los obsequios. 

Hasta tal punto llegó la situación que Doña Severina, una maestra que sustituyó durante algún tiempo a Doña Purita cuando lo de la gripe asiática que se le complicó con unas «molestísimas anginas y mucha tos», se enfadó muchísimo con lo de la merma de regalos. Doña Severina llegó a comentar, al ver que en su cumpleaños los regalos no llegaban que «vaya colegio este, que cómo cambiaban los tiempos y que en todas las escuelas en las que había estado anteriormente, sin tener que recordarlo previamente y de motu propio de los progenitores, me traían polvorones y zanahorias confitadas, bizcochos caseros, tortas de anís...».

 A doña Severina se le hacía la boca agua pensando en las delicias de antaño, aunque ese año tanto ella como Doña Purita se quedaron sin tortas de anís. Y Doña Purita se llevó la peor parte ya que además de quedarse sin canario que le cantase en las tardes de otoño, se llevó un disgustazo de tamaño natural debido a que Don Ramón, el boticario y padre de Mariloli, le miró durante varios meses con cara de pocos amigos y no le regaló más las pastillas de eucalipto para la tos, con las que le obsequiaba siempre que entraba a la farmacia. 

Sin embargo a Don Honorato lo de quedarse sin regalos no le ocurrió nunca. Disponía de un truco casi infalible. Cuando se acercaban las fiestas navideñas o cualquier onomástico importante, iban apareciendo sobre su mesa, a su debido tiempo, cierto número de paquetes envueltos en llamativos colores, con papás noeles, renos, campanitas y acebo en caso de fiestas navideñas, y de otros colores el resto del año. 

Los paquetes en la mesa del maestro se consideraban como la señal de que diéramos la lata a nuestros padres. Era el signo o llamada de atención de que había llegado el tiempo de los regalos y de que algunos niños estaban ya entregándolos. Y claro, para no ser menos que los demás, íbamos llenando la mesa de Don Honorato de paquetes y paquetitos, cada cual en la medida de sus posibilidades, más regalos y más colores. Don Honorato, sin decir nada, hacía una marca en el boletín de calificaciones de aquellos que entregaban el merecido óbolo u obsequio. 

Esto lo hacíamos todos. Todos los novatos, claro está, porque los repetidores, que sabían de una historia que se repetía año tras año, se callaban los muy ladinos como muertos, por temor a las iras de Don Honorato, ya que el maestro, cuando llegaban las fiestas y los aniversarios, y otras fechas señaladas, envolvía tres o cuatro ladrillos y algunas voluminosas piedras en papel de regalo y los dejaba sobre su mesa a guisa de recordatorio, o lo que es lo mismo, de reclamo publicitario. Así señalaba sin señalar que se avecinaban acontecimientos. Los paquetes tenían un nombre, pues los más procaces, en siseos de tabernáculo clandestino decían de Don Honorato que «los tenía como ladrillos».


(1) No confundir con el título de la novela A cada uno un denario, de Bruce Marshall. No tiene nada que ver, salvo que en este caso a cada cual hay que darle lo que buenamente se merezca. El juego de palabras es intencionado, como verá el lector a lo largo de la narración de este hecho sucedido realmente. (Nota aclaratoria del Autor)


© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez