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Murieron con las botas puestas

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

Murieron con las botas puestas


 

A Pinocho cuando decía mentiras le crecía la nariz. Si a Caperucita se le antojaba irse por un camino distinto al que le marcaba su abnegada y buena madre, le salía al paso un malvado lobo que se comía a su abuela, o a ella, o a ambas, según el sadismo del que contaba el cuento. Esto sucedía aunque Caperucita lo hiciera con toda su buena intención, sin ánimo de desobedecer y con el único fin de hacer ecología por su cuenta o de recoger flores silvestres y hierbas aromáticas para la sopa de su abuela. 

Y es que en aquellos tiempos nos contaban cada cosa para que nos calláramos, o para que nos portáramos bien, o para que ganáramos el cielo, que normalmente no dormíamos del susto que siempre llevábamos a la hora de irnos a la cama. 

A más de uno le pasó, que después de contarle un cuento para que se durmiera, no pudo ni pegar ojo hasta las tantas del miedo que le dio el cuento que le contaron. 

Aún con la mejor intención del mundo, padres, tías y maestros abusaban de nuestra ingenuidad infantil y nos contaban, por ejemplo, que Santiago, el Patrón de España, hacía historia, igual que el general Custer en Murieron con las botas puestas, arrollando a paso de blanco caballo a todos los infieles que se le ponían por delante.

 Doña Purita nos relató en colores, agfacolor y cinemascope, mejor que Cecil B. de Mille, la historia de Moisés, que con una varita mágica levantaba las aguas del Mar Rojo para que pasaran los buenos, y la bajaba de pronto para quitarse de en medio a toda la caballería egipcia, que eran los malos.

En aquellos tiempos todo era violencia, sobre todo en las historias de clase, sin olvidar lo de los Romanos que tiraban a los que no nacían bien hechos de la Roca Tarpeya, o lo de San Lorenzo al que asaron en una parrilla y a Miguel Servet en una hoguera. 

Lo que nosotros hubiéramos deseado saber en serio, sin rodeos, ambages ni circunloquios era la verdadera edad de Doña Purita, o si don Honorato había sido así de soltero desde siempre o si había dejado a alguna novia por irse al frente, sin tanta violencia ni patriotismo sangriento. 

Y así, de cuento en cuento, o de historia en historia, que nunca se sabía muy bien, íbamos aprendiendo geografía, «el mar Muerto es tan muerto porque un fuego que bajó del cielo arrasó a los hombres malísimos y tan salado porque una señora muy curiosa se convirtió en estatua de sal, en castigo», e historia, «los de Sagunto y Numancia, se arrojaron a la hoguera para no dejarse conquistar por sus enemigos, las mujeres y los niños primero», como en el hundimiento del Titanic, o literatura, «¡guerra!, clamó ante el altar, el sacerdote con ira, ¡guerra!, repitió la lira...», o matemáticas, donde se entabló una batalla entre romanos y cartaginenses organizada por don Honorato, y en la que el que no sabía inmediatamente «lo del siete por ocho», que le preguntaba el del otro bando, podía darse por muerto, y le caía un cero de tamaño natural.

 Lo malo de todo es que las guerras solamente se trataban cuando se les ocurría a los maestros. Cuando se nos ocurrían a nosotros era otro cantar. Por ejemplo, el día que la clase entera quiso representar con todo realismo lo de las cruzadas que habíamos estudiado en la lección de historia, se armó un conflicto peor que la batalla de Lepanto.

 Iniciamos una representación teatral sobre la conquista de Jerusalén. La idea, que nos pareció tan fabulosa, dio unos resultados que no gustaron a nadie. Al final tuvo que intervenir el dire y casi todos los maestros, el conserje y los padres de Rosarito, «Jesús, que hijos tan violentos, antes no éramos así».

 Todo comenzó cuando Gutiérrez, que hacía de Ricardo Corazón de León, le pegó un puñetazo en el ojo a Rosarito que era Solimán el Magnífico, «y que si tú a una niña no le pegas, grandullón, y que si métete con los chicos», que dijo Maripili, y que si «con las niñas es mejor no jugar, que son unas quejicas», que dijo Agustín, y que si tal y que si cual.

 La verdad es que en la representación, que prometía ser muy entretenida, se armó bastante lío porque todos los Cruzados se cruzaron a palos con las huestes de Solimán, quedando en el campo de batalla, además de Rosarito, por lo menos cuatro contusos, dos de ellos con el ojo a la funerala.

 Los desastres materiales, aunque fue más el ruido que las nueces, también los tuvieron en cuenta: tres vidrios rotos, la pizarra en el suelo, las manchas de sangre -tinta china- roja por doquier...(Entendiendo por doquier la vestimenta de casi todos los moros y de algunos cristianos, el techo del aula y el abrigo de invierno recién estrenado de Doña Purita, que nadie sabe porqué estaba colgado en el perchero). 

Lo peor de todo fue la inmensa frustración de las huestes cristianas por no haber podido conquistar Jerusalén, que era la mesa de don Honorato.