VOLVER A «EL PUNTERO DE DON HONORATO»

Los Whasap los carga el diablo

o de cómo los avances tecnológicos pueden complementarse con poesía, tiza y pizarra

Publicado en www.aularia.org

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

En un relato anterior hice referencia a cómo las madres, y algún padre, de la clase, formaron un Grupo de Wasap, algo que hacen, sin excepción, todas las madres y padres de hoy. Es una especie de obsesión de utilidades variopintas y para múltiples eventualidades, acuerdos, hermanamientos, apoyo a los vástagos, colaboración, o no, en las tareas de los maestros e innumerables comunicaciones internas que sería excesivo enumerar. Lo que no conté, aunque hice un somero adelanto, es que los Wasap, con frecuencia, se van de las manos pues los carga el diablo, el mismísimo Belcebú, que los puede convertir, y de hecho los trueca con frecuencia en una suerte de arma mortífera contra los maestros, que con razón o sin ella padres y madres los mudan en enemigos a quienes hay que combatir; en ocasiones, las más, algún mensaje se vuelve en contra de los propios emisores y receptores del mensaje, allegados y colaterales, un boomerang que retorna debido a leyes físicas al lugar de donde salió y da al emisor en lo más íntimo, si entendemos por íntimo tanto un ojo como la propia moral, lo que vulgarmente se denomina «que les sale el tiro por la culata».

En el relato que nos ocupa, las madres y padres, más madres que padres en realidad y, para ser sincero, ningún padre de la clase de la que eran profesores doña Purita y don Honorato, montaron un Grupo de Wasap. Tras algunos dimes y diretes y gran ilusión por parte de la mamá de Manolín, todo comenzó a salir de madre nada más comenzar. Cuando no habían pasado ni quince días de su creación, se dieron los primeros roces por qué se yo; no pasó ni un mes cuando los maestros ya fueron tratados de irresponsables, de mandar demasiadas tareas para hacer en casa, de que no se preparaban la clase, de que se enfadaban por nada; en mes y medio una madre se soliviantó con el resto por un asunto que mejor no contar, que tenía que ver con su marido y otra madre del Wasap; a los dos meses, las cosas habían llegado a tal extremo de dureza, descalificaciones, denuestos, insultos de grueso calibre y acusaciones, que algunas madres intentaron poner orden sin resultado alguno; a los cuatro meses el grupo era ya una especie de batalla del todos contra todos, más bien del todas contra todas. Nadie dejó el grupo pues por el bien de los hijos, los padres podemos llegar a los mayores sacrificios.

Un día, y no es más que un pequeño ejemplo, cuatro madres se presentaron a doña Purita para leerle la cartilla en nombre de todas, afirmaban con rotundidad. Que si los niños aprendían poco, que si aprendían demasiado de literatura y ortografía y casi nada de matemáticas, que llevaban demasiada tarea a casa, que hay que exigirles más, que lo de castigar a unos y no castigar a otros no era de recibo, que esto no puede seguir así, para finalizar con un mitin y amenazas larvadas sobre el original asunto de que las madres unidas jamás serán vencidas.

Doña Purita, de talante desigual, ese día pudo controlar sus nervios a duras penas, tras tragar saliva, contar tres veces hasta veinte y encomendarse a san Juan Crisóstomo, patrón de predicadores y taumaturgos, les dijo con suavidad que fueran con tranquilidad y que si le pudieran dar las quejas por escrito, y firmadas por quienes estuvieran de acuerdo, ella las tendría en cuenta. Doña Purita era sabia, y tenía cierta experiencia en aquello de «que vengo en nombre de todos», que no siempre suele ser cierto, dio dos sonoros besos a cada una de las madres mensajeras y las despidió con exagerada amabilidad mientras daba vueltas a su cabeza sobre cómo solucionar el entuerto.

Aquella noche la maestra intentó entrar en el grupo de Wasap a las claras y mirando de frente, con la cabeza muy alta. Su solicitud de alta provocó que se armara un batiburrillo mayúsculo, grito en el cielo, acusaciones de intrusismo, cara dura, solterona «que a ver qué sabe de hijos», «a quién se le ocurre», «ésta qué se cree»; otras madres lo vieron normal, alguna lo apoyó directamente, que si el derecho a defensa y tal y cual. Ganó la mayoría y Doña Purita no fue aceptada. Nunca se había dado el caso, «y no era cuestión de cambiar la Historia», dijo la mamá de Rosarito, que nadie del gremio docente se introdujera en un grupo de amistad de progenitores, contingencia que le quitaría al grupo su razón de ser, su identidad y, sobre todo, impediría que las madres, y algún padre, se despachara a gusto contra las actuaciones de quien intentara «influir en las mentes infantiles con ideas de otros tiempos o demasiado avanzadas» y que de educación «quienes sabemos somos las madres, que para eso los hemos parido».

La negativa creó en la maestra cierto grado de soledad, de ser indefenso, de persona expuesta a los avatares de los padres, lo de ser «persona non grata» no era su modo, y doña Purita pasó al contraataque. Pensó en cómo entrar mediante alguna innovación tecnológica, le llegaron ideas mefistofélicas, imaginó introducirles en los móviles un virus, un troyano invasor que les fundiera los interiores de sus máquinas de guerra. Rechazó la idea por malévola, carente de imaginación y contraria a toda una vida de dedicación a hacer que las generaciones del futuro tuvieran buenos sentimientos.

Su experiencia de tantos años en conflagraciones y guerrillas escolares le impuso utilizar una de sus mejores estrategias, la creatividad. Doña Purita era persona de gran inventiva y tenaz temperamento, su habilidad didáctica se basó siempre en ponerse en el lugar de otros, analizar situaciones, buscar alternativas de solución, de elegir la mejor de las opciones. En este caso tras darle muchas vueltas, clarificó sus objetivos, hizo gráficos de disyuntivas posibles, diagramas de flujo, cuadros comparativos, para lo que dedicó noches de insomnio, varios lápices de grafito del número dos e incontables gomas de borrar sobre papel cuadriculado, y pergeñó una estructura de planificación que puso en práctica de inmediato. Y como la idea del troyano quedó bailando en su cabeza, dio con la tecnología adecuada y que tan bien conocía. La pizarra. Parecía inocua cuando fue durante siglos instrumento de adoctrinamiento y manipulación. Ahora serviría para sus fines.

Lo primero, principal e insoslayable que doña Purita debía solucionar con celeridad era cómo entrar en Troya, introducirse de soslayo en las líneas enemigas. Habló con una vecina que a su vez tenía amistad con un primo de la madre de uno de sus alumnos, no voy a desvelar el nombre para no crearle problemas, la cual se avino a comunicarle minuto a minuto lo que se cocinaba en el grupo de Wasap. Una vez hecha con la información, lo demás fue una tarea de artesanía cotidiana. La confidente le enviaba al móvil la información del Wasap de ese día y doña Purita, de inmediato, utilizaba la pizarra para devolver el golpe. Me explico: la maestra, con lenguaje didáctico y adaptado para menores, incorporaba el mensaje diario enviado a las madres que los alumnos debían escribir en el cuaderno, llevarlo para que sus padres lo firmaran y devolverlo rubricado al día siguiente. Casi tan inmediato como las redes telemáticas pero más sutil y con inteligencia, «mejor que meterse de tapadillo en un caballo de madera», se ufanó doña Purita.

El primer día que Ade-lita, la mamá de Gustavín, escribió un nuevo mensaje con clara referencia a Doña Purita, la maestra estaba preparada técnica y psicológicamente, incluso se felicitó de que el mensaje se escribiera en un tono insultante, desagradable y poco afortunado. Le llegó en un mensaje que le envió la infiltrada. Ade-Lita, además, cuestionaba sus formas de explicar la literatura de Gustavo Adolfo: «Más cuentas y menos literatura, ¡PURA!», con el énfasis en un pareado provocativo y de dudoso gusto. Doña Purita, enamorada platónicamente en su juventud de Gustavo Adolfo y de su literatura, acusó el golpe, no pudo soportar tal desatino, le molestó especialmente el ripio, y escribió en la pizarra la frase que incitó a que todos los de la clase copiaran en el cuaderno: «Los padres y las madres deben darse cuenta de que las cuentas y la literatura van de la mano y que trae cuenta hacer caso también a la PURA literatura y las letras. Gustavo Adolfo». Aquella noche en varias familias se vivieron sorpresas. «¡Ade-Lita, los niños tienen un nuevo maestro, se llama Gustavo Adolfo!», gritó el papá de Gustavín desde el salón. Ade-Lita, mosqueada, escribió un nuevo mensaje es su Wasap, sin pensarlo mucho, llevada por el momento: «Gustavo Adolfo debe ser algún amante de la maestra. Nuestra lucha es dura ¡PURA!».

Ese día, Doña Purita se divirtió al darse cuenta de que las madres no se habían percatado de había un troyano en el chat. Sin embargo, por la tarde, tres madres desertaron del grupo, por si las moscas. O por si las notas.
Por la tarde, sin rendirse, la maestra elevó un grado la temperatura de la batalla. En la pizarra escribió: «Amar la poesía es amar a los poetas, a los científicos, a los estudiosos y un billete hacia el futuro. Firmado. ¡PURA VERDAD!». El mensaje pasó de la pizarra a los cuadernos de los de la clase y fue entregado a padres y madres esa misma noche para que lo firmaran y fuera devuelto al día siguiente a la maestra.

Ade-Lita dio un respingo, algo despertó en su mente, se percató de que la maestra estaba al tanto de los escritos, sospechó que algún troyano se hubiera introducido de rondón en el Wasap y escribió en el chat: «Hay una Judas entre nosotras. Quien avisa no es traidora». Esa misma noche, cuatro madres más se dieron de baja en el grupo.

Doña Purita dejó al día siguiente un nuevo mensaje en la pizarra: «Antonio Machado escribió: En el análisis psicológico de las grandes traiciones encontraréis siempre la mentecatez de Judas Iscariote. Firmado. ¡PURA POESÍA!» Cinco madres más se dieron de baja tras leer el mensaje esa noche.

El último embate de doña Purita obligó a Ade-Lita a cambiar de táctica. Llamó por teléfono a las madres que aún quedaban en el grupo, y las citó en una cafetería «sin micrófonos ocultos ¡si fuera posible!», conminó. Todas le dijeron que sí, aunque acudieron solamente cuatro. Entre el telefonazo y la hora de la cita desertaron siete más. Las cuatro confabuladas, «Caballo de Troya» estaba entre ellas, decidieron buscar de inmediato otro plan de ataque, complicada aventura que no pudieron finalizar esa tarde por falta de acuerdo. Las propuestas que hizo la delatora troyana, con el fin de reventar la aventura, se rechazaron de inmediato por inadmisibles, disparatadas, delirantes y extraviadas. Las propuestas de Ade-Lita, cuya derrota ya estaba a la vista, que se había tomado el asunto como algo propio, iba en ello su credibilidad, su autoridad y su liderazgo de por vida, fueron refutadas por imposibles.

Al día siguiente, en la pizarra que pasó a los cuadernos, Doña Purita escribió el último mensaje, con el que remató la faena: «Invito a las cinco madres que se reúnen», el número de juramentadas que iba quedando, «a hacerlo en la escuela, para que no gasten en chocolate con churros», en alusión al chocolate con churros que Ade-Lita se había comido en la cafetería. Esa misma noche, cuatro madres más se dieron de baja, incluida la que hacía su papel troyano y quedó solamente Ade-Lita en el Grupo de Wasap.

Aunque doña Purita nunca se caracterizó por actuar con frenesí o violencia, el primer día del triunfo quedó exultante, saber que sus inteligentes argucias dieron resultado le subió la moral y la propia estima. Sin embargo, los días siguientes a la victoria, pírrica por cierto, un regusto amargo quedó en el alma de la maestra pues la venganza es acre, más aún cuando se hace en caliente y quienes sirvieron de instrumento son tus alumnos. Cierto es que deshizo el maleficio, rompió el hechizo y pudo seguir con su tarea diaria, la preparación de sus clases, la emoción de ilustrar a una serie de irresponsables juguetones sobre aquellos que manifestaron al mundo la belleza y el sentimiento estético mediante la palabra.

Doña Purita enjugó sus penas y limó sus regodeos con lo que mejor se le daba y, en sus ensoñaciones, entre poemas, lágrimas, añoranzas, alegrías y tristezas y una copita de pacharán, escribió en su Diario, en la mesa de camilla de su recoleto cuarto de estar, entre comillas y palpitaciones, pizarras y ecos del Wasap, aquellos versos de Gustavo Adolfo:

«Entre el discorde estruendo de la orgía

acarició mi oído,

como nota de música lejana,

el eco de un suspiro».